Las apariencias engañan

La obediencia de la Fe:
En este mundo en que vivimos, las cosas no siempre son lo que parecen ser. A veces no somos conscientes de las fuerzas poderosas que ejercen su influencia sobre nosotros. Las apariencias engañan mucho.

“¡Oh ese sutil plan del maligno! ¡Oh las vanidades, y las flaquezas, y las necedades de los hombres! Cuando son instruidos se creen sabios, y no escuchan el consejo de Dios, porque lo menosprecian, suponiendo que saben por sí mismos; por tanto, su sabiduría es locura, y de nada les sirve; y perecerán” (2 Nefi 9:28).

A veces es preciso ser obedientes aun cuando no comprendamos la razón de la ley. El ser obediente requiere fe. El profeta José Smith, al enseñar la obediencia, dijo: “Todo cuanto Dios requiere es justo… aunque no podamos ver la razón [de] ello sino hasta mucho después…” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 312).
Fuente:La obediencia de la fe  -   Élder R. Conrad Schultz De los Setenta  julio 2002    
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UN MENSAJE PARA REFLEXIONAR PARA ESTE TIEMPO

Sacerdote Católico Óscar Chavarría

Si vemos en nuestra realidad hay personas que aparentan ser más de lo que son, así como otras que son más de lo que aparentan. Ya lo dice el refrán: “Las apariencias engañan”.

Hay gente que tiene una bella y atractiva pantalla: buscan lo externo y la apariencia, pero por dentro, son gente vacía.

Hay gente que se las echa constantemente de tener; siempre buscan poseer, vagar y gastar, aunque esté llena de deudas; pero por dentro tienen un pobre corazón, no buscan dónde está la verdadera riqueza y no comparten con nadie.

Hay gente que con sus maneras de hablar da la impresión de ser más sabios que el mismo Salomón; pero por dentro no saben lo que es amar ni sentirse amado.

Hay gente, como dice Jesús, que siempre está diciendo: “Señor, Señor…” (Mt. 7,21); pero son incapaces de dar un poco de amor a sus hermanos. Juan el bautista llegó a decir a esta clase de gente:

“Razas de víboras” (Lc. 3,7). Y Jesús decía a los escribas y fariseos que eran como “sepulcros blanqueados” (Mt. 23,27).

Pero así como hay gente que aparenta más de lo que es, también hay gente que es más de lo que aparenta. Y una de esas personas es precisamente el esposo de María, José.

José prácticamente: pasa desapercibido en la vida de Jesús, era un carpintero de una aldea sin importancia, un humilde trabajador desposado con una mujer también pobre y sencilla.

Alguien ha llamado a José “el santo del silencio”. Sin embargo, José era mucho más que a lo que primera vista aparentaba: sin José no se hubieran cumplido las profecías sobre Jesús (Mt. 1,23).
Sin José Jesús no podría llamarse “hijo de David”, como nos dice de él San Pablo en la segunda lectura (Rom. l,3; Mt. 1,20).

Sin José, María hubiera sido una madre soltera más, de las que abundan en el mundo y Jesús un hijo sin nombre y sin padre, como tantos niños de nuestra sociedad.

Ese carpintero de pueblo, desconocido, obrero como otro de tantos, era mucho más de lo que aparentaba: era un gran hombre, un hombre de una gran riqueza por dentro.

Ciertamente, cuando a José le dijeron las críticas que andaban por Nazaret sobre María, la que iba a ser su esposa, antes de empezar a estar juntos ellos” (Mt. 2,18): Seguro que José lo pasó muy mal; lo que llevaba María en su seno, no era suyo.

Seguramente una gran variedad de sentimientos profundamente dolorosos se harían presentes, sentimientos que lógicamente le quitaban la paz: José amaba a María con quien quería casarse. ¿María, a quien él adoraba, le había engañado? Su corazón estaba “entristecido”.

No se sabe, si María le dijo a José algo; quizá se lo informara, pero era cosa muy difícil de creer. Lo corriente, ante un caso así, era denunciar públicamente a esa mujer adúltera, cosa que llevaba consigo la pena de una muerte a pedradas (Jn. 8,1-11).

José, no obstante, determinó no denunciarla públicamente; su amor a María no le permitía que se viera muerta a pedradas. Por eso, no la denunció. (Mt. 1,19).

Fue a raíz de esta determinación que José recibió la revelación de Dios para que recibiera a María como esposa, pues lo que llevaba en su vientre era obra del Espíritu Santo (Mt. 2,20).

Y, aún más, Dios le pide a José que le ponga a ese niño el nombre de “Jesús” (Mt. 2,22-24).
José era un hombre de una profunda fe, como María, e hizo lo que Dios le pidió, como dice San Mateo: “Hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mt. 1,25).

José fue un esposo y un padre responsable. Y, sobre todo, como nos dice el Evangelio de hoy, era un hombre Justo.

La palabra “Justo” en la biblia significa: Hombre bueno, fiel, correcto, honesto, honrado. Hombre que adopta en cada momento la actitud debida, que siempre está atento a la voluntad de Dios.

La mayor alabanza que se le puede decir a una persona en la Biblia es hombre justo. José sabe en cada circunstancia de la vida dar a Dios lo que es de Dios y a los hombres lo que es de los hombres.

Lo importante en la vida no es la pantalla que proyectamos sino lo que, de verdad somos. Lo que vale para Dios es la riqueza que lleva cada uno dentro de su corazón como José.

Pronto, el domingo que viene, nos uniremos todos a cantar con toda alegría el enamoramiento de Dios hacia los hombres. La figura de ese Niño en Belén que manifiesta el amor de Dios por nosotros los hombres. A ese amor solo podemos corresponder con un gran corazón lleno de amor.
 Fuente: La Prensa 17 de diciembre de 2016 - http://www.laprensa.com.ni/2016/12/17/religion-y-fe/2151966-las-apariencias-enganan


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