Las decisiones que tomamos determinan nuestro destino.
Managua, Nicaragua: 31 de enero de 2017
Así que, de cada acción que hagamos, estas marcaran nuestro destino, permitánme ilustrar el mensaje del Presidente Spencer W. Kimball con una parte del mensaje "DECISIONES" Presidente Thomas S. Monson.
Decisiones
"Enseñanzas de Spencer W. Kimball"
El presidente Monson nos enseña que de acuerdo a nuestras decisiones así serán nuestras bendiciones, hay personas que no lo piensan así y dicen ya estaba escrito. Algunas veces nos olvidamos que Dios nuestro Padre nos dio el privilegio a escoger, donde se desprende cada acción buena o mala.
Así que, de cada acción que hagamos, estas marcaran nuestro destino, permitánme ilustrar el mensaje del Presidente Spencer W. Kimball con una parte del mensaje "DECISIONES" Presidente Thomas S. Monson.
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Decisiones
Últimamente he estado pensando
sobre el tomar decisiones. Se ha dicho que la puerta de la historia se mueve
con bisagras pequeñas, y lo mismo sucede con la vida de las personas. Las decisiones
que tomamos determinan nuestro destino.
Cuando
dejamos nuestra existencia preterrenal y entramos en la vida mortal, trajimos
con nosotros el don del albedrío. Nuestra meta es obtener la Gloria Celestial,
y las decisiones que tomamos determinan en gran parte si alcanzaremos o no
nuestra meta.
La
mayoría de ustedes están familiarizados con Alicia, de la novela clásica de
Lewis Carroll: Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas.
Recordarán que llega a un cruce con dos caminos ante ella; cada uno sigue hacia
adelante pero van en direcciones opuestas. Al considerar qué camino tomar, la
confronta el gato de Cheshire, a quien Alicia pregunta: “¿Qué camino debo
seguir?”.
El gato
contesta: “Eso depende de dónde quieres ir. Si no sabes a dónde quieres ir,
entonces tampoco importa mucho el camino que tomes”1.
A
diferencia de Alicia, nosotros sabemos a dónde queremos ir, y sí
importa por cuál camino vayamos, porque el camino que tomemos en esta vida
conduce a nuestro destino en la venidera.
Que
escojamos edificar en nuestro interior una fe firme y poderosa que sea nuestra
defensa más eficaz contra los designios del adversario; una fe real, el tipo de
fe que nos sostendrá y reafirmará nuestro deseo de escoger lo correcto. Sin una
fe así, no llegaremos a ninguna parte; con ella, podremos lograr nuestras
metas.
Aunque
es fundamental que escojamos sabiamente, habrá momentos en los que tomaremos
decisiones insensatas. El don del arrepentimiento, que proporcionó el Salvador,
nos permite corregir nuestro rumbo para regresar al camino que nos llevará a
esa gloria celestial que buscamos.
Que
mantengamos el valor de desafiar la opinión general; que escojamos el difícil
bien en lugar del fácil mal.
Al
contemplar las decisiones que tomamos en nuestra vida cada día —elegir entre
una cosa o la otra—, si escogemos a Cristo, habremos tomado la decisión
correcta.
Fuente - Abril 2016 Conferencia general- . -Por el presidente Thomas S. Monson
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¿Tragedia o destino?
De la vida de Spencer W. Kimball
Desde que era pequeño, Spencer W. Kimball sufrió el
dolor que se siente ante la muerte de los seres queridos. Cuando tenía ocho
años, su hermanita Mary murió poco después de nacer. Al mes, sus padres
presintieron que Fanny, que tenía cinco años y hacía varias semanas que estaba
muy enferma, estaba a punto de morir. Spencer contó después sobre el día en que
la pequeña Fanny murió: “En mi noveno cumpleaños, Fanny murió en los brazos de
mamá. En las primeras horas de la noche, nos despertaron a todos los niños para
que estuviéramos presentes. Recuerdo la escena en nuestra sala… mi amada madre
sollozando mientras tenía en los brazos a su hijita de cinco años moribunda, y
todos nosotros rodeándola”
Spencer W. Kimball y sus hermanos, unos dos años antes de fallecer su
hermana Fannie. De pie, de izquierda a derecha: Clare, Ruth, Gordon y Delbert.
Sentados, de izquierda a derecha: Helen, Alice, Fannie y Spencer.
Mucho más difícil fue para el joven Spencer la
noticia que recibió dos años después, la mañana en que lo llamaron junto con
sus hermanos para que regresaran a casa de la escuela. Corrieron hasta su casa
y allí encontraron al obispo, que los reunió a su alrededor para decirles que
su madre había muerto el día anterior. [Vivían en Arizona y el padre había llevado
a la madre a Salt Lake City para su atención médica. El obispo se enteró del
fallecimiento por un telegrama.] El presidente Kimball relató esto: “Fue como
si un rayo me hubiera caído encima. Salí corriendo de la casa al patio de
atrás, para estar solo con mi torrente de lágrimas. Al estar donde nadie pudo
verme ni oírme, al estar lejos de todos, lloré y lloré; y cada vez que decía la
palabra ‘mamá’, volvían a inundarme las lágrimas, que corrían hasta que
parecían agotarse. ¡Mamá, muerta! ¡No podía ser! ¿Cómo seguiríamos viviendo sin
ella?… Mi corazón de once años parecía a punto de estallar” 2.
Cincuenta años después, el élder Spencer W. Kimball,
que era entonces miembro del Quórum de los Doce Apóstoles, se encontraba muy
lejos de su hogar, recuperándose de una seria intervención quirúrgica. Sin
poder conciliar el sueño, le vino a la memoria el día en que murió su madre:
“Siento deseos de llorar otra vez… al llevarme mis recuerdos por esos tristes
caminos” 3.
Al enfrentar la profunda tristeza de esas
experiencias, Spencer W. Kimball siempre encontró consuelo en la oración y en
los principios del Evangelio. Incluso durante su niñez sabía a qué fuente
dirigirse para recibir paz. Una persona amiga de la familia escribió esto sobre
las oraciones del pequeño Spencer: “…cómo pesaba tanto en su corazoncito la
muerte de su madre y, sin embargo, cuán valientemente luchaba con su dolor y
buscaba consuelo en la única fuente donde podía encontrarlo” 4.
Durante su ministerio, el presidente Kimball con
frecuencia ofrecía palabras de solaz a los que lloraban la pérdida de sus seres
queridos. Les testificaba de los principios eternos, asegurando a los santos
que la muerte no es el fin de la existencia. Una vez dijo en un funeral:
“Nuestra visión es limitada. Con los ojos podemos
ver sólo unos pocos kilómetros hacia adelante; con los oídos podemos oír sólo
durante unos pocos años. Estamos encerrados, enclaustrados en un cuarto, por
así decirlo, pero cuando nuestra luz de esta vida se apague, entonces veremos
sin limitaciones terrenales…
“Al entrar en la eternidad, las paredes se
derrumban, el tiempo llega a su fin y la distancia se esfuma y se pierde… e
inmediatamente salimos a un mundo grandioso en el cual no existen las
limitaciones terrenales” 5.
"Enseñanzas de Spencer W. Kimball"
En Su
sabiduría, Dios no siempre evita la tragedia.
El periódico publicó en primera plana: “Se estrelló
un avión en el que murieron 43 personas. No hubo sobrevivientes de la tragedia
ocurrida en la montaña”, y miles de voces se unieron en un coro: “¿Por qué
permitió el Señor que sucediera algo tan terrible?”.
Dos autos chocaron cuando uno de ellos pasó con la
luz roja y hubo seis muertos: ¿Por qué no lo impidió Dios?
¿Por qué tuvo que morir de cáncer aquella joven
madre, dejando huérfanos a sus ocho hijitos? ¿Por qué no la sanó el Señor?
Un niñito murió ahogado; otro aplastado por un
auto. ¿Por qué?
Un hombre murió de pronto de una oclusión
coronaria, mientras subía una escalera; encontraron su cuerpo en el suelo. La
esposa se lamentaba amargamente: “¿Por qué? ¿Por qué me hizo esto el Señor? ¿No
podía tener consideración de mis tres hijos pequeños, que necesitan a su
padre?”.
Un joven murió en el campo misional y la gente
preguntaba con sentido crítico: “¿Por qué no lo protegió el Señor puesto que
estaba haciendo obra proselitista?”.
Ojalá pudiera yo contestar esas preguntas con
autoridad, pero no puedo. Estoy seguro de que en algún momento lo
comprenderemos y aceptaremos; pero por ahora, debemos buscar comprensión en los
principios del Evangelio, hasta donde sea posible.
¿Fue el Señor quien dirigió el avión hacia la
montaña para truncar la vida de sus ocupantes? ¿O fue por causa de errores
mecánicos o humanos?
¿Causó nuestro Padre Celestial el choque de los
autos que llevó a seis personas a la eternidad o fue un error del conductor por
haber dejado de lado alguna regla de seguridad?
¿Fue Dios quien le robó la vida a la madre joven o
quien hizo que el niño cayera al canal o que el otro niño se pusiera enfrente
del auto?
¿El Señor hizo que el hombre sufriera un ataque al
corazón? ¿Fue prematura la muerte del misionero? Contesten, si pueden. Yo no
puedo, porque aunque sé que Dios tiene participación fundamental en nuestra
vida, no sé cuánto es lo que Él hace que suceda y cuánto lo que simplemente
permite ocurrir. Cualquiera sea la respuesta a esa pregunta, hay otra sobre la
cual estoy seguro.
¿Habría podido el Señor evitar esas tragedias? La
respuesta es: Sí. El Señor es omnipotente; tiene todo poder para intervenir en
nuestra vida, salvarnos del dolor, prevenir todo accidente, manejar todos los
aviones y autos, alimentarnos, protegernos, evitarnos el trabajo, el esfuerzo,
la enfermedad e incluso la muerte, si lo quisiera. Pero no lo hará.
Deberíamos ser capaces de entender eso, puesto que
podemos darnos cuenta de lo imprudente que sería que protegiéramos a nuestros
hijos de todo esfuerzo, de desilusiones, tentaciones, pesares y sufrimiento.
La ley básica del Evangelio es el albedrío y el
progreso eterno. El que se nos fuerce a ser cuidadosos o a tener rectitud sería
como anular esa ley fundamental y hacer que el progreso fuera imposible 6.
En una
perspectiva eterna, comprendemos que la adversidad es esencial para nuestro
progreso eterno.
Si contemplamos la vida terrenal como el total de
nuestra existencia, entonces el dolor, el pesar, el fracaso y la vida truncada
serían una calamidad. Pero si la vemos como un proceso eterno, que se extiende
desde nuestro pasado preterrenal hasta el futuro de la eternidad después de la
muerte, entonces podemos poner en la debida perspectiva todos sus sucesos.
¿No hay, acaso, sabiduría en el hecho de darnos
pruebas Él para que nos elevemos por encima de ellas, responsabilidades para
que cumplamos metas, trabajo para que fortalezcamos los músculos, pesares para
probar nuestra alma? ¿No se nos expone a la tentación para poner a prueba
nuestra fortaleza, a la enfermedad para que aprendamos a tener paciencia, a la
muerte para que seamos inmortalizados y glorificados?
Si todos los enfermos por los que oramos sanaran,
si todas las personas rectas fueran protegidas y los inicuos destruidos, el
programa entero del Padre quedaría anulado y el principio básico del Evangelio,
el albedrío, llegaría a su fin. Nadie tendría por qué vivir por la fe.
Si se dieran instantáneamente gozo, paz y
recompensas a los que hacen el bien, no existiría el mal: todos harían el bien,
pero no porque es correcto hacerlo. No habría pruebas de fortaleza ni
desarrollo de carácter, no habría aumento de poderes ni albedrío, sólo dominio
satánico.
Si todas las oraciones se contestaran de inmediato
de acuerdo con nuestros deseos egoístas y nuestro entendimiento limitado,
entonces el sufrimiento sería mínimo o no existiría, y no habría dolor,
desilusión, ni siquiera muerte; y si todo eso no existiera, tampoco habría
gozo, éxito, resurrección ni vida eterna y divinidad.
“porque es preciso que haya una oposición en todas
las cosas… rectitud… iniquidad… santidad… miseria… bien… mal…” (2 Nefi 2:11).
Por ser humanos, querríamos eliminar de nuestra
vida el dolor físico y la angustia mental, y asegurarnos el bienestar y la
comodidad continuos; pero si cerráramos la puerta al pesar y a la inquietud,
tal vez estuviéramos excluyendo a nuestros mejores amigos y benefactores. El
sufrimiento puede hacer santas a las personas si por él aprenden paciencia,
longanimidad y dominio propio…
Me gusta esta estrofa de “¡Qué firmes cimientos!”:
Y cuando torrentes tengáis que pasar,
los ríos del mal no os pueden turbar,
pues yo las tormentas podré aplacar,
salvando mis santos de todo pesar.
[véase
Himnos, Nº 40.]
El élder
James E. Talmage escribió lo siguiente: “Cualquier dolor que pueda
sufrir en la tierra el hombre o la mujer tendrá su efecto compensatorio… si se
sobrelleva con paciencia”.
Por otra parte, todas esas cosas pueden aplastarnos
con tremendo impacto si cedemos a la debilidad, a las quejas y a la crítica.
“Ningún dolor que sintamos, ninguna prueba por la
que pasemos se desperdicia. Todo ello contribuye a nuestra educación, al
desarrollo de cualidades como la paciencia, la fe, la entereza y la humildad.
Todo lo que sufrimos y todo lo que sobrellevamos, particularmente si lo
sobrellevamos con paciencia, nos ennoblece el carácter, nos purifica el
corazón, nos expande el alma y nos hace más sensibles y caritativos, más dignos
de ser llamados hijos de Dios… y es por medio del pesar y el sufrimiento, de
los trabajos y la tribulación, que obtenemos la educación que vinimos a
adquirir aquí y que nos hará más parecidos a nuestro Padre y a nuestra Madre
Celestiales…” (Orson F. Whitney).
Hay personas que se amargan cuando ven a los seres
queridos sufrir agonía, dolor y torturas físicas interminables. Algunas acusan
al Señor de falta de bondad, de indiferencia y de injusticia. ¡Somos tan
incompetentes para juzgar!…
El poder del sacerdocio es ilimitado, pero,
sabiamente, Dios ha dado a cada uno de nosotros ciertas limitaciones. Yo puedo
desarrollar potestad en el sacerdocio a medida que me perfeccione, pero estoy
agradecido porque, aun por medio del sacerdocio, no puedo sanar a todos los
enfermos. Tal vez sanara a personas a quienes les hubiera llegado el momento de
morir, o aliviara el sufrimiento de personas que tuvieran que sufrir. Me temo
que de ese modo frustraría los propósitos de Dios.
Si tuviera un poder ilimitado, pero una visión y
comprensión limitadas, tal vez hubiera salvado a Abinadí de las llamas cuando
lo quemaron vivo; y, al hacerlo, lo habría dañado de forma irreparable. Él
murió como mártir y recibió la recompensa de un mártir: la exaltación.
También es muy probable que hubiera protegido a
Pablo de sus enemigos si tuviera poder sin límites. Seguramente, lo habría
sanado de su “aguijón en [la] carne” [2 Corintios 12:7] y, al hacerlo, tal vez
hubiera malogrado el programa del Señor. Él ofreció oraciones tres veces
pidiendo al Señor que le quitara ese “aguijón”, pero el Señor no le concedió
sus deseos [véase 2 Corintios 12:7–10]. Quizás Pablo se hubiera perdido muchas
veces si hubiera sido elocuente, completamente sano, apuesto y libre de todo
aquello que lo hacía humilde…
Me temo que, si hubiera estado en la cárcel de
Carthage aquel 27 de junio de 1844, habría desviado las balas que atravesaron
el cuerpo del Profeta y del Patriarca. Los habría salvado de los sufrimientos y
del dolor, pero los habría privado de la muerte y la recompensa de los
mártires. Me alegro de no haber tenido que tomar esa decisión.
Con ese poder ilimitado, seguramente habría querido
proteger a Cristo de la agonía de Getsemaní, de los insultos, de la corona de
espinas, de las indignidades del tribunal, de las lesiones físicas. Le habría
curado las heridas para sanárselas, y le habría dado agua fresca en lugar de
vinagre. Tal vez le hubiera evitado el sufrimiento y la muerte, pero habría
privado al mundo de Su sacrificio expiatorio.
No me atrevería a tomar la responsabilidad de
devolver la vida a mis seres queridos. Cristo mismo reconoció la diferencia
entre Su voluntad y la del Padre cuando suplicó que la copa del sufrimiento
pasara de Él, pero al mismo tiempo dijo: “…pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya” [Lucas 22:42]
La muerte
puede abrir la puerta hacia oportunidades gloriosas.
Para el que muere, la vida continúa y sigue gozando
de su albedrío; y la muerte, que a nosotros nos parece una calamidad, puede ser
una bendición disimulada…
Si dijéramos que la muerte prematura es una
calamidad, un desastre o una tragedia, ¿no sería como decir que la vida en la
tierra es preferible a una entrada temprana en el mundo de los espíritus y
finalmente, a la salvación y exaltación? Si la vida terrenal fuera el estado
perfecto, la muerte sería una frustración; pero el Evangelio nos enseña que no
hay tragedia en la muerte, sino sólo en el pecado. “…bienaventurados los
muertos que mueran en el Señor…” (véase D. y C. 63:49).
Es muy poco lo que sabemos; nuestro juicio es
sumamente limitado y juzgamos las vías del Señor con nuestro estrecho punto de
vista.
Una vez, hablé en el servicio fúnebre de un joven
estudiante de la Universidad Brigham Young que había muerto durante la Segunda
Guerra Mundial. Hubo miles de hombres jóvenes arrojados súbitamente a la
eternidad por los estragos de esa guerra y afirmé que creía que aquel joven
íntegro había sido llamado al mundo de los espíritus para predicar el Evangelio
a aquellas almas que carecían de ese conocimiento. Eso quizás no sea así en el
caso de todos los que mueren, pero yo sentí que así era en el suyo.
En su “Visión de la redención de los muertos”, el
presidente Joseph F. Smith vio precisamente eso. Esto es lo que escribió:
“…y percibí que el Señor no fue en persona entre
los inicuos ni los desobedientes que habían rechazado la verdad… mas he aquí,
organizó sus fuerzas y nombró mensajeros de entre los justos… y los comisionó
para que fueran y llevaran la luz del evangelio…
“…nuestro Redentor pasó su tiempo… en el mundo de
los espíritus, instruyendo y preparando a los fieles espíritus… que habían
testificado de él en la carne, para que llevasen el mensaje de la redención a
todos los muertos, a quienes él no podía ir personalmente por motivo de la
rebelión y transgresión de ellos…
“Vi que los fieles élderes de esta dispensación,
cuando salen de la vida terrenal, continúan sus obras en la predicación del
evangelio de arrepentimiento y redención…” [véase D. y C. 138:29–30, 36–37,
57].
Por lo tanto, la muerte puede ser la apertura de la
puerta de oportunidades, incluso la de enseñar el Evangelio de Cristo 8.
En
tiempos de pruebas, debemos poner nuestra confianza en Dios.
A pesar del hecho de que la muerte abre nuevas
puertas, no es algo que busquemos. Se nos exhorta a orar por los enfermos y a
emplear el poder del sacerdocio para sanarlos.
“Y los élderes de la iglesia, dos o más, serán
llamados, y orarán por ellos y les impondrán las manos en mi nombre; y si
murieren, morirán para mí; y si vivieren, vivirán para mí.
“Viviréis juntos en amor, al grado de que lloraréis
por los que mueran, y más particularmente por aquellos que no tengan la
esperanza de una resurrección gloriosa.
“Y acontecerá que los que mueran en mí no gustarán
la muerte, porque les será dulce;
“y quienes no mueran en mí, ¡ay de ellos!, porque
su muerte es amarga.
“Y además, sucederá que el que tuviere fe en mí
para ser sanado, y no estuviere señalado para morir, sanará” (D. y C.
42:44–48).
El Señor nos asegura que los enfermos sanarán si se
efectúa la ordenanza, si hay bastante fe y si el enfermo no está “señalado para
morir”. Pero hay tres factores y todos deben cumplirse. Muchas personas no
cumplen las ordenanzas y muchísimas personas no son capaces de ejercer bastante
fe o no están dispuestas a hacerlo. Pero el otro factor también es importante:
el hecho de que no estén señalados para morir.
Todos tenemos que morir; la muerte es una parte
importante de la vida. Por supuesto, nunca estamos totalmente preparados para
el cambio. Como no sabemos cuándo nos sobrevendrá, es natural que luchemos por
retener la vida. Sin embargo, no debemos temer a la muerte. Aunque oramos por
los enfermos, bendecimos a los afligidos, imploramos al Señor que sane y alivie
el dolor y salve la vida y posponga la muerte, y es apropiado que así lo
hagamos, no lo hacemos porque la eternidad sea algo temible…
Tal como dice en Eclesiastés (3:2), estoy seguro de que hay un tiempo para morir,
pero también creo que muchas personas mueren antes de “su tiempo” porque son
descuidadas, abusan de su cuerpo, corren riesgos innecesarios o se exponen a
peligros, accidentes y enfermedades…
Dios gobierna nuestra vida, nos guía y nos bendice,
pero nos da el albedrío. Por nuestra parte, podemos vivir de acuerdo con Su
plan para nosotros o insensatamente acortar o terminar nuestra vida.
Tengo la seguridad de que el Señor ha planificado
nuestro destino. En algún momento lo entenderemos plenamente, y cuando lo
veamos desde el ventajoso punto de vista del futuro, estaremos complacidos con
muchos de los sucesos de nuestra vida que nos resultan tan difíciles de
comprender.
A veces pensamos que nos gustaría saber lo que nos
espera en el futuro, pero una seria reflexión al respecto nos lleva a aceptar
la vida día por día, y a magnificar y glorificar el día presente…
Antes de nacer ya sabíamos que íbamos a venir a la
tierra para tener un cuerpo y adquirir experiencia, y que tendríamos goces y
pesares, bienestar y dolor, comodidades y dificultades, salud y enfermedad,
éxitos y desengaños; y también sabíamos que después de un período de vida,
íbamos a morir.
Aceptamos todas esas posibilidades alegremente, ansiosos de
recibir tanto lo favorable como lo desfavorable. Además, aceptamos
anhelosamente la oportunidad de venir a la tierra, aun cuando no estuviéramos
aquí más que un día o un año; tal vez no nos preocupara mucho la idea de morir,
ya fuera de enfermedad, accidente o vejez. Estábamos dispuestos a tomar la vida
como viniera y como la organizáramos y la dirigiéramos, sin lamentaciones, ni
quejas ni exigencias poco razonables.
Al enfrentar lo que parezca una tragedia, debemos
poner nuestra confianza en Dios, sabiendo que, a pesar de nuestra visión
limitada, Sus propósitos no fallarán. Con todos sus problemas, la vida nos
ofrece el enorme privilegio de progresar en conocimiento y sabiduría, en fe y
obras, preparándonos para regresar a Dios y ser partícipes de Su gloria 9.
Fuente: Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Spencer W. Kimball, (2006), 13
Cuando enfrentamos lo que parecen ser tragedias de dolor sufrimiento y muerte, debemos poner nuestra confianza en Dios.
P. Avilés Z . Norelly Learnig
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