En momentos de crisis

Norelly Learning – Pedro Avilés Z
Managua, Nicaragua – 23 de may. de 2019
                    

Las  crisis son tan comunes como necesarias para el desarrollo de una persona, y no siempre se trata de cuestiones negativas. . Cualquier obstáculo que se nos presente en la vida, por pequeño e insignificante que parezca a simple vista, representa un desafío que, de ser resuelto y superado, nos llevará a una nueva etapa en el espiral de nuestro crecimiento.

En momentos de crisis
por A. LaVar Thornock
 
Aunque en esta vida tengamos que padecer la injusticia y el infortunio, el Señor espera que no nos hundamos en la desesperación.

Todos los días surgen cientos de crisis; oímos acerca de ellas en la radio, las anuncian en la televisión y las observamos entre nuestros amigos y vecinos. A veces nos es fácil solucionar los problemas, especialmente si son los de los demás; pero cuando se trata de los nuestros es mucho más difícil encontrar la solución.
Cuando he tenido dificultades y cuando otros me han pedido consejo con respecto a las suyas, me he dado cuenta de que es de vital importancia tener una clara comprensión de ciertos conceptos específicos. Por supuesto que el tener conocimiento de ellos no va a aliviar la congoja ni el sufrimiento, así como tampoco alejar las dificultades, pero nos dará fortaleza.
La felicidad en esta vida
El primer concepto que debemos comprender a fin de sobrellevar los problemas es que el Señor desea que seamos felices tanto en esta vida como en el más allá. Después de haber padecido años en el desierto y en el océano, Lehi recordó a sus hijos que “Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25).
José Smith, que pasó por grandes penurias, escri­bió: “La felicidad es el objeto y propósito de nuestra existencia; y también será el fin de ella, si seguimos el camino que nos conduce a la felicidad; y ese ca­mino es virtud, justicia, fidelidad, santidad y obe­diencia a todos los mandamientos de Dios”. (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 312.)
Aunque en esta vida vamos a sufrir penas, injusti­cias y desdichas, el Señor no espera que vivamos sometiéndonos pasivamente a las condiciones que nos hagan desdichados. Es preciso que entendamos que el evangelio tiene el poder de dar gozo a nuestra vida ahora, y no sólo en el más allá.
Debemos ser probados
El segundo concepto que debemos comprender es que las pruebas y las dificultades constituyen una parte fundamental del plan de salvación, ya que nos ayudan a prepararnos para la exaltación en la eterni­dad. Del mismo modo que José, el que fue vendido para Egipto, Moisés, Job, José Smith y hasta el mismo Salvador fueron probados, nosotros también lo seremos. La fortaleza y la madurez espirituales se logran superando la oposición que la vida nos pre­senta. (Véase 2 Nefi 2:11 — 29.) Tal como lo dijo Orson F. Whitney:
  • “Las penas que sufrimos y las pruebas que pasamos jamás vienen en vano, sino más bien contribuyen a nuestra educación, al desarrollo de virtudes como la paciencia, la fe, el valor y la humildad. Todo lo que sufrimos y todo lo que soportamos, especialmente cuando lo hacemos con paciencia, edifica nuestros caracteres, purifica nuestros corazones, expande nuestras almas y nos hace más sensibles y caritativos, más dignos de ser llamados hijos de Dios . . . No es sino a través del dolor y el sufrimiento, de las dificul­tades y las tribulaciones, que adquirimos la educación por la cual hemos venido a la tierra, mediante la cual seremos más semejantes a nuestro Padre y a nuestra Madre que están en los cielos.” (Citado por Spencer W. Kimball en La fe precede al milagro, Deseret Book Co., 1983, págs. 97-98.)

Hace algún tiempo, mientras me encontraba en una gira dando conferencias, observé que otra de las disertantes había asistido tres días consecutivos a mis presentaciones sobre la adversidad. Después de la tercera disertación, me dijo: “Me preocupa que nunca he tenido una verdadera prueba en la vida, y me da miedo pensar en ello”.
Entonces conversamos por un rato acerca del hecho de que nosotros no podemos controlar las difi­cultades que se nos presentan, sino que sólo podemos tener control sobre la forma en que reaccionamos ante ellas. Yo le dije que no tenemos necesidad de buscar adversidades porque, a lo largo de la vida, tarde o temprano, todos nos enfrentaremos con ellas. Agregué que, aunque el Señor nos ha asegurado que no requerirá de nosotros más de lo que podamos resistir (véase 1 Corintios 10:13), debemos preparar­nos adquiriendo un buen conocimiento del plan del Dios y desarrollando un grado de fe tal que nos ayude a sobrellevar los momentos difíciles de la vida.

Aquella mujer no tenía ni la menor idea de lo pronto que se enfrentaría con upa prueba tremenda. Unos pocos meses después, ella y su esposo se encon­traban junto a un pequeño ataúd, donde descansaba el cuerpo de su único hijo, que había muerto en un accidente totalmente inesperado. Los amigos llora­ban la muerte del pequeño, y ella era quien los con­solaba. Por supuesto que ella y su esposo sufrían, pero no culparon a Dios ni a otras personas, ni tampoco reaccionaron con rencor. Por el contrario, demostra­ron tener la entereza que nace del Espíritu.
Para enfrentar debidamente las crisis
El tercer concepto que debemos comprender está relacionado con la experiencia que acabo de mencio­nar: Si adquirimos un firme testimonio de Jesucristo y del evangelio restaurado, podremos sobrellevar las crisis de la vida con más eficacia. El élder Marión D. Hanks, del Primer Quórum de los Setenta, dijo: 
  • “No nos es posible evitar totalmente las tribulaciones y las pruebas, la separación física y el dolor, la congoja y las dificultades, pero, por medio de la fe, la compren­sión y el valor, podemos verdaderamente progresar con la ayuda del Espíritu del Señor” (En Messages of Inspiration, Salt Lake City, Deseret Book Co., 1957, pág. 319).
Si hemos edificado nuestro testimonio sobre la roca del evangelio, podemos estar seguros de que las adversidades se convertirán en una ayuda para noso­tros y no en un obstáculo para nuestro progreso.
Para determinar la causa
El cuarto concepto que debemos comprender es que muchas personas sufren sin necesidad, por el solo hecho de que no han encontrado la verdadera causa de sus problemas. Muchos creen, erróneamente, que todas las dificultades que se les presentan son el resultado de los pecados que han cometido; otros cul­pan a Dios y se alejan de El con rencor. Pero, a fin de poder lidiar en forma eficaz con las tribulaciones, debemos determinar primero la causa de éstas.
La mayoría de las crisis se pueden dividir en cinco categorías: (1) los desastres de la naturaleza, (2) las enfermedades y los dolores físicos, (3) los errores de otras personas, (4) nuestros propios pecados y debili­dades y (5) las pruebas que nos da el Señor. No siem­pre podemos clasificar o determinar las causas de nuestras dificultades, pero si aceptamos el hecho de que es posible que tengamos que pasarlas por razones ajenas a nuestra voluntad, podremos alivianar el peso de los sentimientos de culpabilidad y sentirnos moti­vados a dirigirnos a Dios y pedirle que nos ayude.
Muchas de las crisis por las que pasamos en la vida son el resultado de vivir en un mundo que está go­bernado por leyes físicas y donde ocurren accidentes. Se comete un gran error cuando se piensa que todos, o por lo menos muchos de los terremotos, inundacio­nes, huracanes, tornados u otro tipo de desastre de la naturaleza suceden para castigar los pecados de las víctimas de la catástrofe.
Las enfermedades también afligen a todos en gene­ral, y están muy equivocados los que responsabilizan a Dios de todas ellas, así como de todos los desastres de la naturaleza. Es cierto que existen algunas enfer­medades que son el resultado de acciones pecamino­sas, pero la mayoría de las personas enferman sim­plemente porque el cuerpo humano está sujeto al dolor, a las enfermedades y a la muerte.
A veces, nuestro padecimiento se debe al proceder de otras personas. Por ejemplo, podemos ser atrope­llados por un automóvil cuyo conductor esté bajo los efectos del alcohol, podemos ser víctimas de un mal­hechor o sufrir abusos a manos de los más fuertes. El Salvador enseñó que los inocentes sufrirían por causa de otros (véase Mateo 18:67), pero también enseñó que no debemos ser vengativos (véase Mateo 5:38-44); por el contrario, debemos ser como José, el hijo de Jacob, que aún cuando sus hermanos, cie­gos de envidia, lo vendieron como esclavo, continuó queriéndolos y los perdonó. José estaba dispuesto a aceptar las circunstancias y seguir adelante. Varios años después supo que el daño que le habían causado sus hermanos había servido para llevar adelante los propósitos del Señor. También es posible que José se haya dado cuenta de que guardar rencor y no saber perdonar puede, con el tiempo, perjudicarnos aún más que el daño original.
A pesar de que con frecuencia sufrimos por razones de las cuales no somos responsables, hay situaciones en las que el dolor que sentimos es la consecuencia de nuestros propios errores y pecados. Si sufrimos como resultado de nuestras propias acciones, pode­mos tomar ciertas decisiones que pueden devolvemos la felicidad; podemos arrepentimos. Buscar una ex­plicación racional para justificar nuestra conducta, hallar excusas y rebelarnos pueden darnos un sentido de liberación temporario y una sensación de haber logrado el éxito. Pero eso no es el remedio. El único remedio se encuentra sólo allegándose a Cristo con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, para procurar el perdón.
La ayuda está disponible
El concepto final es quizás el más importante: Debemos damos cuenta de que la ayuda que necesi­tamos está a nuestro alcance y que tenemos que pro­curarla. Muy pocas personas, si es que las hay, pue­den pasar por una crisis grave sin recibir ayuda. Cuando nos encontramos en esa situación, es preciso que sepamos que el Señor nos fortalecerá y nos guiará si nos volvemos a Él. Después de todo, este es uno de los temas básicos de las Escrituras.
Yo tuve una experiencia por medio de la cual aprendí la importancia de dirigirnos al Señor para pe­dirle ayuda. Sucedió en enero de 1952, durante el conflicto de Corea. Mi batallón había estado dispa­rando la artillería por varias horas. Al fin cesó el fuego y nos acostamos en los refugios para descansar. A los pocos minutos me quedé profundamente dor­mido. De pronto desperté; de pie, junto a mí, estaba un empleado del correo que me entregó una carta de mi obispo en la que éste me decía que mi padre se había sometido a una operación quirúrgica, tenía cáncer en todo el vientre y no esperaban que viviera más de dos semanas; también me decía que habían hecho los arreglos necesarios para que yo via­jara a casa de regreso a los Estados Unidos, y que me pusiera en contacto con la Cruz Roja.
Tal como el obispo me lo indicaba, llevé la carta a la Cruz Roja, donde confirmaron la gravedad de mi padre. Pero cuando terminaron todos los trámites, papá ya había fallecido. Entonces me dijeron que como él ya había muerto, no había razón para que fuera a casa.
Cuando regresé a la unidad, el batallón estaba en plena acción de combate. Yo me encontraba eno­jado, amargado y profundamente apesadumbrado. Desesperado, me escabullí hacia una pequeña arbo­leda, me puse de rodillas y le pedí al Señor que me quitara aquellos terribles sentimientos que se habían apoderado de mí. Pronto sentí en el pecho una gran sensación de paz, como jamás había sentido en mi vida, que se expandió por todo mi cuerpo y me dio la seguridad de que todo saldría bien.
Esa experiencia me ayudó mucho cuando, veinte años después, mi esposa y yo nos encontrábamos en la sala de emergencias del hospital de la ciudad donde vivíamos. Habíamos estado esperando por va­rias horas mientras los médicos atendían a nuestra hija de dieciséis años, que había tenido un accidente automovilístico y estaba en estado de gravedad. El obispo y el presidente de estaca, con sus respectivas esposas, estaban con nosotros.
Por fin un doctor salió de la sala de rayos X, y con voz entrecortada nos informó que nuestra hija tenía la columna vertebral quebrada y que nunca más po­dría volver a caminar. Mi esposa y yo nos abrazamos y ella exclamó llorando: “¡No puede ser, no puede ser!” Nuestros amigos lloraron con nosotros.
Más tarde, camino a casa, no hacíamos más que pensar cómo se lo íbamos a decir a nuestra hija, y nos preguntamos si no habría sido mejor que nuestro Padre Celestial se la hubiera llevado. Unas horas des­pués regresamos al hospital. Al inclinarme hacia mi hija para explicarle su condición, no podía contener las lágrimas.
Ella abrió los ojos, me tendió los brazos y me dijo: “No llores, papá. Mira: Tengo los brazos, tengo el corazón, tengo la mente y toda la eternidad para co­rretear”.
¡Qué gran bendición es ser miembros de la Iglesia de Cristo! Las Escrituras y el evangelio nos brindan el conocimiento, la comprensión y la ayuda que ne­cesitamos para enfrentarnos con las crisis de la vida; tenemos líderes que nos apoyan y nos bendicen emocional, temporal y espiritualmente. Pero lo más im­portante es que, por medio del Espíritu Santo, nues­tro Padre Celestial nos consuela y nos conforma.

Él nos ama tanto que permitió que su Hijo Unigénito sufriera la muerte por nuestros pecados, a fin de que podamos regresar a su presencia. (Véase Juan 3:14-17.) Cuando necesitamos ayuda, podemos con­fiar en Dios y en su Hijo. □

Fuente: Liahona Mayo 1989 -/ A. LaVar Thornock es presidente del departamento de religión de la Universidad Brigham Young en Hawaii.

Norelly Learning – Pedro Avilés Z


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